Desde la Prehistoria los seres humanos hemos tenido la capacidad y la necesidad de representar y de interpretar lo que vemos, lo que sentimos, incluso lo que soñamos. Esa particularidad intrínseca de los seres humanos, ese activar la imaginación creativa ha dado lugar a la construcción y el diseño de este nuestro mundo. Hemos llegado a residir en esas representaciones, a trazar los espacios de esa realidad soñada.
Hay una gran variedad de pautas en el desarrollo de lo que llamamos arte, muchas maneras de mostrarlo y percibirlo. Tenemos aquel arte que nace y se hace bajo el ala de la forma; que conforma nuestras casas, nuestros centros de trabajo; que enseña cuerpos y cosas que reconocemos, líneas y formas geométricas que se adaptan a nuestro cerebro, a nuestras rutinas; que combinan con el mobiliario, un arte cómodo, decorativo, útil para los ojos como la nevera para los alimentos. Más allá de esta funcionalidad, habita otro arte con unas pretensiones diferentes, que no se limita a agradar, a permanecer colgado de una pared como objeto pasivo, sino todo lo contrario: busca provocar, incidir sobre nuestra conducta, nuestras acciones, hacer reflexionar al espectador, producirle emociones, que se sienta incluso incomodo, establecer en suma un diálogo entre el artista y el observador, que produce inquietud y desasosiego. También hay un arte que bien podría cotizar en bolsa, pretende obtener un precio, siempre en ascenso, satisfacer la demanda de una sociedad caprichosa que atesora objetos avalados por unos supuestos profesionales que deciden lo que tiene o no valor y los elevan a la categoría de “objetos artísticos”; las galerías y museos están repletos de ellos. Otro tipo de arte subyace en lo político: se crea para un tiempo, una función especifica, contra o a favor de una u otra ideología imperante, o religión, que más da. Y nos podemos encontrar con un arte efímero, gratuito, que se transforma, se puede tocar, se recicla y desaparece. En fin, una infinidad de tendencias artísticas, quizás tantas como artistas hay.
Pero, a mi entender, en nuestro tiempo básicamente reinan dos grandes corrientes espirituales en los territorios del arte: la que sigue mamando de la teta inagotable de las vanguardias del siglo XX, que se apropia, copia, recrea, versiona hasta el aburrimiento lo que fue original en esa época; y otra manifestación aún minoritaria que emerge con fuerza producida por los artistas más intrépidos, arriesgados, visionarios o herejes. Hablo de un arte multidisciplinar, donde forma y fondo se confunden, donde el canon se olvidó en la academia, el medio ya hace tiempo que es el mensaje y los modos y las modas son elementos accesorios. Se trata de un arte que, al contrario del aún imperante --el decadente producto egocéntrico del imperio de turno--, podría ser más parecido a esta realidad que habitamos ahora y aquí: global, diversa, cambiante, multicultural, con infinidad de lenguajes y elementos nuevos, un arte vivo, latente, donde se confunde lo inerte con lo orgánico, la velocidad con los espacios multidimensionales; un arte que puede situarse en el metro, en un bosque, un desierto, o en la espalda de un paseante, que busca la desaparición de las fronteras físicas y mentales entre creador y observador para solicitarle su participación, su inclusión en la “obra de arte”, que este ultimo no sea un tedioso mirón de museo, analítico o pasivo, sino un actor, un emisor de emociones, que interactúe. Es un arte trasgresor, que rechaza los sacrosantos compartimentos estancos de los oficios gremiales de procedencia medieval de los antiguos artesanos. El artista debe ser rebelde, tener vocación de cambiar lo conocido, no solo de producir objetos útiles, bellos. El arte, sin duda; es una aventura, un viaje a lo desconocido, un valor añadido, mágico, glorioso y debe seguir sirviendo para representar, para reinventar nuestro mundo. Así sea.
Félix Menkar
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